Hace algún tiempo sentía por todos ellos una gran desconfianza. Hoy, sin embargo, a medida que me voy asomando a la infinita ventana de la Historia y me detengo a leer y a estudiar el significado de todo lo que ellos exhiben la desconfianza se ha tornado en una colosal preocupación. Me refiero a todos esos que pasean altivos y arrogantes toda una retahíla de mitos y símbolos propios del imaginario de la izquierda.
Ellos, que gracias a la instauración de las democracias liberales ni han sufrido ni sufrirán nunca un fusilamiento, ni que los atiborren de agua salada, ni que los cubran de piojos, ni que les aten boca abajo los pies con las manos y los mantengan así durante días, ni que les tengan de pie toda una semana sin dormir, ni que les golpeen con botas y porras de goma, ni que les opriman el cráneo con un aro de hierro, ni los empotren en una celda como si fueran maletas unas encima de otras (léase a Solzhenitsyn), ellos, decía, se dedican a exhibir las caras del Che Guevara, de Mao, de Ho Chi Min… Ellos, que nunca engrosarán la lista de los cien millones de muertos –repito: cien millones de muertos- que causó el comunismo, no dudan en revestirse con camisetas de hoces y martillos o estrellas de cinco puntas y recordar a Marx y a Lenin. Pues bien, después de buscar un argumento lógico he llegado a la conclusión de que todas estas cosas sólo se pueden deber a una de dos: o son unos auténticos miserables, dignos del más absoluto desprecio social; o son unos exagerados ignorantes que, además, hacen ostentación de su total incultura. En cualquier caso, lo que hacen es reírse a carcajadas de los miles de millones de personas que sufrieron el hambre, la pobreza, el insomnio, el frío, la desesperación y la muerte que causó el comunismo. Sin más.
Afortunadamente, éstos, miserables o ignorantes, son minoría – no sé si absoluta o relativa- dentro de la gran familia de la izquierda. Los más, se agrupan en torno a unas ideas no por más moderadas menos reaccionarias. Y es que no se puede querer pasar por progresista oponiéndose uno al progreso. Ni gritar en defensa de los países pobres negándoles las medidas que nos han servido a los países ricos. Ni luchar contra el terrorismo dando por buenas sus justificaciones. Ni clamar por la igualdad de los inmigrantes hablando de multiculturalismo. Ni hablar de solidaridad cediendo ante los nacionalismos étnicos y excluyentes. Ni clamar por la paz mundial y proponer alianzas de civilizaciones o hacer grupo con Fidel, Chávez y Mohamed VI. Ni echar pestes contra la globalización y servirse a cada minuto de los beneficios que sólo ésta puede brindar. Pues no. No se pueden decir y hacer estas y otras muchas cosas si además quieres hacerte respetar y que te tomen en serio.
Frente a todo esto cualquiera podrá preguntarse: ¿por qué entonces la mayor parte de la gente se deja seducir por estas ideas? La respuesta es fácil y se resume en dos palabras: agitación y propaganda. ¿Cómo es posible si no que un régimen que ha causado la muerte –otra vez lo digo y no me canso- de cien millones de personas (el nazismo causó seis) siga aún gozando de cómplices y adeptos? ¿Qué otro motivo puede encontrarse a que seamos los partidarios de las democracias liberales y el libre mercado los acusados de ser los causantes de la pobreza y las desgracias del mundo? Sólo la agitación y una propaganda capaz de disfrazar toda una serie de ideales fracasados de lógica y raciocinio, sumadas a la incapacidad absoluta de los liberales a la hora de hacer pedagogía, son capaces de que pasen todas estas cosas que analizadas con un mínimo de sentido común resultan descabelladas.
Vuelvo al principio. Ante todo esto no se puede ya actuar con la pasividad de la desconfianza. Hoy, cuando el terrorismo islamista se ha decidido a borrar a base de sangre y miedo todo cuanto huela a Occidente resulta que el peor de los enemigos lo encontramos dentro. Jamás podremos ganar la partida si no sabemos permanecer juntos y unidos en torno a los valores y los principios que nos han hecho llegar a ser lo que somos. Si nosotros mismos no somos capaces de defenderlos de manera firme y decidida todo estará perdido. Si, además, somos los primeros que los atacamos se habrá cruzado ya la delgada línea roja que separa la defensa de unas ideas que pueden no ser compartidas a alinearse con una postura que les hace el juego a los enemigos. En eso está la izquierda. Y hasta aquí podíamos llegar.
A los liberales nos toca hoy, una vez más, tomar la iniciativa.
jueves, octubre 20, 2005
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