Razón: facultad del hombre de pensar o discernir
Si alguna ventaja tiene el paso del tiempo es que nos facilita tomar la distancia suficiente como para analizar con objetividad, frialdad y espíritu crítico los acontecimientos del pasado. Esta ventajosa posición nos permite proceder al análisis histórico a veces, incluso, con dureza o al menos con el ánimo de aclarar ciertos mitos como la idealización del estado liberal surgido tras las revoluciones de finales del dieciocho y principios del diecinueve.
Aquel incipiente nuevo modelo de estado se hacía apellidar liberal y tanto para los contemporáneos como para los historiadores aquella novedosa organización política suponía una ruptura definitiva con el despotismo absolutista imperante hasta entonces a la vez que abría una etapa de luz y libertad.
Con estas líneas pretendo analizar brevemente la influencia racionalista en el estado liberal decimonónico y demostrar que dicho sistema tenía en dicha influencia el germen de su autodestrucción.
En primer lugar hemos de establecer qué entendemos por racionalismo y por estado liberal para a continuación estudiar la oportuna relación conceptual y las consecuencias que para el devenir histórico tuvo la misma.
El racionalismo es una doctrina filosófico-política basada en la creencia de que la realidad es racional y, por tanto, comprensible a través de la razón. Tiene su origen ideológico en el filósofo René Descartes si bien podemos trazar una línea que va desde Sócrates y Platón pasando por San Agustín antes de llegar a Descartes.
El racionalismo confía en la razón como única fuente de conocimiento segura. Toma sus ideas directamente de las ciencias naturales. Éstas se caracterizan por haber logrado trasladar al lenguaje matemático los acontecimientos de la naturaleza, y es este mismo proceso el que Descartes pretendía llevar a cabo respecto de la filosofía y que posteriormente fue aplicado a las ciencias sociales en forma de racionalismo constructivista a los campos del derecho y la economía, principalmente.
En lo que respecta al estado liberal, podemos observarlo como el órgano jurídico-político sobre el que se edificó una sociedad diferente. Amparándose en el iusnaturalismo los revolucionarios liberales defendieron la existencia de una serie derechos, inherentes a todo individuo por el mero hecho de serlo, que son plasmados en las constituciones (entonces liberales) de cada estado. Dichas constituciones no eran más que códigos políticos que pretendían establecer los derechos del ciudadano como en el caso francés o bien recordarle al gobernante sus límites como fue el caso de EEUU.
Pues bien, el racionalismo cartesiano fue el arma intelectual e ideológica esgrimida por los legisladores liberales. Éstos pretendían, en palabras del historiador Escudero, “vertebrar el mundo jurídico del nuevo estado surgido tras la caída del Antiguo Régimen (…), bastará aplicar aquí la razón para deducir un sistema de leyes positivas que resulten tan seguras como las que rigen esas ciencias experimentales recién descubiertas”, y sentencia Escudero: “el hombre, ufano de su condición racional, cree poder desligarse de tales ataduras y organizar sin trabas y mediante un ejercicio reflexivo la vida jurídica, utilizando la ley como instrumento”.
Un claro ejemplo de este nuevo ímpetu racionalista fue la creación de numerosos códigos como el civil, penal, procesales, de comercio, etc. En definitiva, ahora ya no era suficiente recopilar el derecho ya existente como se había estado haciendo desde la Edad Media, sino que había que construir un orden nuevo válido para todos.
Desgraciadamente para los liberales y su idílica visión del estado, el instrumento que pretendían fuera su gran arma (el racionalismo) se convirtió en un cáncer que se extendió hasta dejar irreconocible el modelo originario, tras la Primera Guerra Mundial.
Es precisamente la que se suponía la gran ventaja del sistema, es decir, la posibilidad de rediseñar la sociedad lo que resulta imposible (perfectamente aplicable al caso es el conocido teorema de la imposibilidad del socialismo enunciado por Mises) pues las instituciones sociales tales como el lenguaje, el derecho, el dinero y el comercio no pueden ser creadas desde arriba por ningún legislador omnisciente ya que le es imposible aprehender toda la información tácita, dispersa y no articulable que necesita. Sólo mediante la evolución espontánea de las relaciones sociales pueden surgir instituciones tan complejas como las mencionadas. Así, en lo que concierne al derecho la costumbre fue progresivamente arrinconada en favor de los mandatos positivos; especialmente se desarrollan los códigos pertinentes (civil, penal…).
La perversión del modelo ha llegado hasta nuestros días en grado inimaginable para los viejos revolucionarios liberales. Hoy día el cientifismo ha copado las élites burocráticas, el legislador se ha convertido en una suerte de ingeniero social que se cree capacitado para hacer y deshacer la sociedad a su antojo. La consecuencia de todo ello es un estado hipertrofiado creador de una nefasta polución normativa que, para lo que aquí nos importa, entra en abierta contradicción con el ideal de libertad que le dio origen.
En definitiva, nos encontramos en la actualidad sumergidos en las profundidades ideológicas de un modelo político que nació siendo liberal pero que poco a poco fue degenerando irremisiblemente hasta límites insospechados para los liberales clásicos, y todo ello gracias a la perniciosa influencia del racionalismo de corte constructivista.
jueves, julio 13, 2006
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