jueves, noviembre 23, 2006

EN TELEMADRID, TRECE ENTRE MIL

Trece son las historias contadas. Trece las familias deshojadas. Trece las distintas caras de la misma muerte. Pudieran haber sido mil pero son trece los ejemplos que ha elegido Iñaki Arteta en su última película para abofetearnos y desperezarnos de un olvido hipócrita y desagradecido.
Dice Clint Easwood en Sin Perdón que al matar no sólo se quita lo que se tiene sino todo lo que se podría llegar a tener, y esto es acaso lo más duro de la muerte. Un tiro en la nuca, una bomba en el coche, una explosión en cualquier parte y pum, todo se acaba. Ya nada puede seguir. Los proyectos, los sueños, las metas quedan aparcadas por siempre jamás.
Poco tenía que perder Mª Ángeles Rey a sus 20 años o Manuel Llanos a sus 27 cuando estalló la cafetería Rolando de Madrid. Menos aún los hermanos Silvia (13) y Jorge Vicente (9) cuando hizo lo propio el Hipercor de Barcelona. O Valeria Ruiz a sus once años cuando jugaba en la Casa Cuartel de Vic o Francisco Moreno Asla con apenas 2 cuando se despedazó en el asiento trasero del coche de su padre. Poco tenían que perder, ya digo, pero perdieron todo lo que tenían por ganar. Eran muchas las velas que les quedaban por soplar, muchas las mañanas de Reyes, muchos los paisajes por descubrir y todas las risas aún por echar al aire libre y en paz de su tierra. A Francisco Marañón se le apagó de golpe la alegría una mañana estival del 85. Le atravesaron el cuerpo varios trozos de metralla y quedó, “con lo alegre que yo era”, postrado en una silla de ruedas hasta el día de hoy con la única distracción de mirar un paisaje gastado y descolorido ya de tanto como lo ha estudiado, y con un ansia infinita de muerte: “a los caballos de carreras cuando no sirven les dan un tiro. Ojalá me hubiera muerto esa mañana”. Álvaro Cabrerizo era un padre de familia feliz que estaba preparando las vacaciones de verano cuando el 19 de junio del 87 se convirtió de golpe en un hombre sin mujer y sin hijas a las que dar un beso por la noche. Todo se vino abajo. Lo que hasta aquella mañana había sido una vida familiar feliz y tranquila se convirtió de pronto en una densa nube negra como la que se llevó por delante todo lo que más quería en la sección de bañadores del Hipercor de Barcelona. Andrés Samperio Sañudo y José Rodríguez Lama fueron asesinados por tener los huevos suficientes como para velar por la ley y la justicia en el País Vasco. El uno era inspector de policía y el otro guardia civil. Los dos fueron mirados de reojo, ya cadáveres, con el blasfemo susurro del “algo habrían hecho”. Y, por supuesto, como no podía ser de otra manera, los políticos. Ramón Baglietto, Jesús Ulayar Liceaga, Vicente Zorita Alonso y Alberto López Jaureguízar fueron tiroteados en la calle, a plena luz, y desparramados por el suelo en medio de un enorme charco de sangre limpia y pura. No dudaron nunca, al oír sonar la alarma de la libertad amenazada, en deslizarse prestos y valientes por la barra de los principios y las convicciones por más que supieran que quizá nunca volverían a cenar a casa. “Podéis quitarme la vida, pero no más podéis” le soltó Santo Domingo de Silos a un rey castellano. A ellos se la quitaron, pero no hubo bala que pudiera ni siquiera rozarles la razón.
Que vayan a contarles a estas familias todos esos que aquel 11 de marzo de nuestros doscientos se llenaron la boca con un “ellos no lo harían” si la ETA es o no capaz de matar indiscriminadamente. Que vayan a contarles que la ETA mata por un proyecto político al que todo pueblo tiene derecho a aspirar. Que vayan a contarles que el PNV es un partido solidario con las víctimas y perseguidor de asesinos. Que Batasuna tiene derecho a expresarse libremente. Que vayan, a ver qué les dicen. A ver si se atreven a mirarles a la cara.Y lo peor de todo es que se atreverían. Y que entre los que se atreverían estarían ahora muchos socialistas. Esos que han invitado a marcharse a Gotzone Mora o a Rosa Díez. Esos que desprecian a María San Gil. Esos que osan hacer desplantes a las víctimas. Esos, en fin, que han abandonado la lucha de esa marea humana de súper héroes de lo cotidiano que campan por las calles del País Vasco, su País Vasco, y que se visten con la capa blanca de la libertad y que usan a modo de cabina cualquier sede, aula, cafetería o callejón que se precie. Esos que algún día podrán sobrevolar sus pueblos y ciudades recordando todos los rincones en los que se jugaron la vida. Recordando a todos los compatriotas que quedaron en el camino. A todos los que ya nunca podrán volar pero que no se quedarán con las ganas de brindar con alegría desde el lugar donde vayan los muertos de buena voluntad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La he visto, nunca había sentido tanta tristeza. Algo perverso ha crecido entre nosotros.