domingo, noviembre 05, 2006

UN RATO CON JAVIER KRAHE

Hace unas semanas, gracias al desparpajo de Alto Comisionado, tuve la ocasión de hacerle una breve entrevista a Javier Krahe. Su popularidad es directamente proporcional a su genialidad. Por si a alguien le interesa, aquí lo cuento:

Cuenta Sabina que una tarde de sol, a la hora de la siesta, andaba soportando a unos cuantos intelectuales pelotas y arrimadizos cuando, para colmo, “me dijeron, y había consenso: Oye, ese Krahe es un pesado y un monótono, parece un predicador. El bueno eres tú, y yo no dije nada”. Dejó correr Joaquín las agujas del reloj hasta que, cansado de aguantar semejante compañía, “recité: Tú que has tenido la rara fortuna de conocer/ el corazón a la luz de la luna de mi mujer. / Tú que has sabido tomarle el tranquillo/ a esos abrazos,/ más de una vez te adivino en el brillo/ de sus ojazos, y acto seguido les pregunté de quién era. Uno juraba que era Garcilaso; otro, que aquello sólo podía ser cosa de Quevedo, y yo disipé las dudas al grito de << ¡Es Krahe, cabrones! ¡Leed y aprended algo!>>.
Es viernes. Javier Krahe da un concierto en la sala Galileo Galilei y me ha citado para charlar en su camerino. Son las diez menos veinte de la noche y hace diez minutos que debía estar con él. Definitivamente, el Metro de Madrid no vuela. Como siempre que viene, en la entrada está colgado el cartel de “no hay billetes”. Al entrar, la gente ya ha ocupado sus mesas. Los que no reservaron a tiempo, intentan acomodarse en cualquier lugar mínimamente confortable. Abriéndome paso entre todos, subo al camerino, pero está cerrado. Bajo y lo busco por todo el salón. Finalmente, lo encuentro acodado en la barra, en compañía de una rubia cualquiera que ríe y lo mira con reverencia. Un rubia que perfectamente podría ser aquélla Jessica Rabbit que, ante el estupor de todos, quería pasarse la vida colgada del cuello del famoso conejo por la sencilla razón de que “he makes me laught”. Al verme, la despide con dos besos, coge su cerveza con una mano, me estrecha la otra con alegría y me invita a que subamos al camerino “porque después será mucho más complicado. Luego, hay mucha gente que quiere saludarme”. Como el público es abundante, el acomodador me aconseja que antes de subir deje la chaqueta en mi mesa. Lo hago intentando sortear, a veces con más pena que gloria, a la gente sentada en el pasillo.
La puerta del camerino está entreabierta, así que paso sin llamar. Al fondo de un pasillo oscuro, más propio de una cueva, tapizado en telas negras, veo a Javier, de frente, sentado en una silla roja e iluminado por uno de esos espejos rodeados de bombillitas que uno ha visto en tantas películas de artistas y folclóricas. Destaca de entre la negritud de la entrada por la blancura intacta de la camisa, el pelo y una barba espesa, -“muy hecha al yeso”, que diría el poeta-.
Sentenció Jardiel Poncela que lo más importante acaso en un hombre no era sino su aspecto, y el aspecto de Krahe es el de un marinero en tierra. Un marinero canalla, sabio, astuto, guasón, donjuán, sátiro, de norte bien definido. Un marinero sin otra cosa que pescar más que versos brillantes y sin otra espada que blandir más que la coña –marinera, claro- con que barniza cada una de sus frases. Vamos, que lo que menos le pega de principio son los cables y los focos del escenario. Nadie diría que este hombre lleva casi medio siglo cantando. Cantando alegre en la popa de una vida más pródiga en aplausos y risas que en billetes y monedas, pues no en vano el personal le ha escamoteado siempre el mapa con la X del tesoro. Unos mapas que parece se venden la mar de baratos en este panorama patrio que venimos sufriendo hace ya tiempo, tan operaciontriunfero, tan estribillado. Yo, que así lo veo, se lo largo a Javier quien me responde, no sé si con un pizca de falsa modestia, que “con vivir de la canción me parece estar ya bien valorado”. Claro, que hay vidas y vidas y Brassens, su gran maestro en la cosa del cante y la rima, no hacía más que vender discos como churros por tierras gabachas. Dicen que veinte millones, lo cual ni las cinturas metrosexuales de cualquier latinazo de turno.
Cojo una silla sobrante y la coloco frente a él, de espaldas a la entrada. No negaré que al mirarlo a los ojos así, tan de cerca, no siento una suerte de vértigo, de cierta responsabilidad autoimpuesta a estar a la altura de un hombre que tiene ganado a pulso un puesto en el podium de mi laico santoral.
Como pretendo publicar la charla en la revista en que participo, no tengo por más que sacarle algunas opiniones políticas: “ya sé que es un coñazo, Javier. Yo te lanzo algunos balones y tú, si quieres, los rematas”. Lo de coñazo lo digo, no porque no me guste el tema, que todo lo contrario, sino porque precisamente con él es de lo que menos me apetece hablar. El caso es que los remata todos: “la ley antitabaco es un paso más en la dictadura de la salud”; “sigo posicionado a favor de la legalización de las drogas, pues la ley no debe entrar en lo que cada quien se mete en el cuerpo”; “la memoria histórica debe quedar para los historiadores”; “sólo los cretinos se pueden creer los discursos de los nacionalistas. Claro que hay cretinos a punta de pala y, en fin, también tienen derecho a existir”. Al hilo de todo esto le recuerdo cuando, hace cosa de quince años, en un famoso concierto de Sabina retransmitido en directo por TVE las cámaras desaparecieron físicamente del escenario cuando salió él a cantar la polémica “Cuervo ingenuo”, en la que denunciaba la actitud de Felipe González, mandamás a la sazón, respecto de la OTAN: “No es que no lo retransmitieran. Es que ni lo grabaron. Aquello me costó un año entero en el que nadie me llamaba. Realmente pensé que mi carrera había terminado”. No sería la primera ni la última vez, aunque sí la más grave, que Krahe sufriera el azote de la censura: sonada fue también la vez que cantó “Marieta” en la primera cadena, con el consiguiente colapso de la centralita telefónica a causa de la indignación general de la audiencia ante un tipo que acababa de pronunciar veintitantas veces la palabra “gilipollas”. Ninguna radio se atrevía a radiarla después. A pesar de que en una de sus últimas canciones confiesa que el tema no le inspira, le pregunto si no tiene en mente escribir una canción política y, sorprendentemente, no sólo me dice que sí, que “tengo dos versos que me inspiran mucho”, sino que me los descubre en primicia: “me gustas democracia/ porque estás como ausente”.
En este instante, habiendo llegado ya sus dos músicos, entra en el camerino uno de los responsables del local para pedir que vayamos terminando, que la actuación tiene que empezar. Hago ademán de levantarme de la silla para marcharme, pero Javier insiste en que continúe. Me atrevo a decir que se sentía a gusto. Por supuesto, no me hago de rogar y le pregunto por el mar, por el amor, por el tiempo y, cómo no, por uno de sus temas favoritos: la muerte.
- Te he leído últimamente decir que ya no te preocupa, lo que me ha recordado esa canción tuya de los comienzos que decía aquello de “la muerte no me llena de tristeza/ las flores que saldrán de mi cabeza/ algo darán de aroma”…
- Bueno, la cosa es que entonces no sólo me preocupaba, sino que me atormentaba. Era sólo una pose literaria. Y me ha atormentado a diario hasta hace unos años, que de repente me acordé y me dije: pues hace mucho que no me preocupa a mí el tema.
En ese instante ríe, y lo hace mostrándome una sonrisa grande asomada por entre la barba. Le digo que su obra tiene mucho del absurdo de los genios del 27 –Jardiel, Mihura, Fernández Flórez…- y confiesa tenerlos “muy leídos”, pese a no reconocer una influencia directa “aunque algo habrá quedado, claro. No obstante, mi gran maestro es George Brassens”. Sus músicos se mueven impacientes, así que justo antes de levantarme le suelto mi última curiosidad:
- Por cierto Javier, al componer, quién domina, ¿el verso o tú?
- Gobierno yo, pero la idea me la da la palabra.
Ahora sí que el tiempo se ha agotado. Me despido agradecido, estrechándole de nuevo la mano, a la orilla del espejo de bombillas. Al marcharme, miro hacia atrás y alcanzo a ver aún su silueta blanca fundirse con el negro de las escaleras que lo llevan directamente al escenario. Antes de llegar a la puerta oigo los aplausos de un público impaciente y el “buenas noches” de un genio con el que he tenido la ocasión de compartir en solitario unos minutos preciosos. Cuando llego a mi mesa le escucho presentar su primera canción: “alguien me ha preguntado si a la hora de hacer canciones domino yo al verso o el verso a mí. En esta fui dominado”.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

No puedo entender cómo os atrevéis a llamaros "liberales", y a la vez darle publicidad a uno de los titiriteros izquierdistas más arrabaleros. Da la sensación de que el virus moral de los ungidos se extiende en nuestras propias filas.

rojobilbao dijo...

Hecho en falta la receta del cristo al horno.
Un cantautor estimable que a veces resulta ser un gilipollas.

Anónimo dijo...

¿Sólo cantan bien los liberales?

Anónimo dijo...

El cristo al horno tiene más de 20 años,aunque la pólemica se haya desatado hace uno y , lamentablemente,sea lo que ha llevado a algunos a conocer a Krahe.

Lo de cantautor es un cajón de sastre que al propio Krahe le incomoda..

Salvo en un partido que pedía la legalización de la droga, no ha militado en ninguno ni se ha casado nunca con nadie,se enfrentó al P.S.O.E por censurarle una canción en T.V.

Evidentemente es alguién incómodo pero si quereís cargar contra él intentad conocerlo un poco mejor.

Saludos.

Anónimo dijo...

Yo soy Bicho,pero no me gusta registrarme en los foros,hablar de Krahe si me gusta.Es uno de los cantantes sobre los que la gente tiene más ideas preconcebidas,de los más desconocidos y más geniales para mi gusto.
Más saludos.

Anónimo dijo...

¡Viva Krahe, carajo!

Anónimo dijo...

Está de puta madre el reportaje, gracias!!!